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Nómadas a la intemperie de Medellín

  • Foto del escritor: Alejandra Sánchez
    Alejandra Sánchez
  • 5 jun 2024
  • 11 Min. de lectura

Actualizado: 18 jun 2024

El gris del cemento chispea con los fuertes rayos de luz que lo apuntan en las primeras horas de la mañana. Los pasos de los transeúntes, el tráfico y las pláticas matutinas, hacen de Carabobo uno de los lugares más transitados del centro de Medellín.


Entre sus calles atumultadas se asoman diversos talentos y personas en el rebusque: el 80% de los venteros ambulantes de la ciudad de la Eterna Primavera se sitúan allí; una carrera del día a día por quien grite la mejor oferta para obtener una buena clientela.


En la noche, la grava que rodea los locales del mall Nueva Villa de Aburrá se torna oscura, casi negra. A esa hora, las calles de Medellín no se ven tan agobiadas por la informalidad. Sin embargo, los vendedores y los dueños de los puestos de comida rápida se apropian del lugar y aprovechan la cantidad de universitarios que visitan la zona para tomarse una cerveza o fumarse un cigarrillo sentados en los ladrillos raídos de aquel semicírculo sombrío.


Austin Castillas Quiroz despierta a sus clientes con arepas rellenas preparadas en su bicicleta-asador, en la calle Carabobo. Llega la noche y Saúl Darío Arango Jaramillo prepara sus juegos de lógica y física para entretener a los visitantes de la Nueva Villa de Aburrá. Dos personajes completamente diferentes, el joven mañanero y el anciano de las altas horas, con una misma misión: recorrer el mundo para ser libres.


En el recorrido de la estación Aguacatala hasta la estación Alpujarra del Metro, se logran divisar por sus ventanas trabajos informales de diversas clases: ropa, películas piratas, comida, malabares, que hacen ver las calles de lo que ahora ya pareciera la ciudad del Eterno Verano, más brillantes y relucientes.


Lo primero que se ve al llegar al punto central son los colores del arcoíris plasmados en las sombrillas de cientos de carros ambulantes. El Parque de las Luces y sus alrededores irradian a eso de las 10:00 a.m. y esta vez es por la cantidad de vida que hay activa allí.


Todos los venteros siempre tienen una larga historia detrás. Uno de ellos es Austin Castillas, un mexicano que viaja por su vida sin rumbo con una mochila que un día le fue arrebatada en la Terminal del Sur y, por tanto, debió comenzar a trabajar en el pasaje de Carabobo: una idea muy creativa se le ocurrió para obtener ganancias.


Cocinando en dos ruedas


Austin Castillas Quiroz en el pasaje Carabobo en el Centro de Medellín a eso de las 10:30 a.m. Foto por: Alejandra Sánchez Gómez


“Yo no lo hice, lo hizo Dios”. Desde el inicio de la conversación Austin refleja su espiritualidad en cada frase que sustenta. “Me asaltaron todo el dinero tres días que estuve en la calle. Me robaron todo. En la terminal del sur, pero uno cree en Dios y Dios le da ideas como quien dice: Dios nunca se olvida, demora pero llega”, afirma para contar cómo surgió su ingeniosa idea de hacer un asador de arepas rellenas rodante.


Este joven de 19 años, que aparenta muchos más en su rostro desgastado, llegó a Medellín en enero y se vio obligado a comenzar a trabajar un mes más tarde por los inconvenientes que tuvo, pero asegura que “uno sabe que uno tiene que conseguirse dinero porque tiene manos, tiene pies, y hay que aprovechar”.


Se nota un tanto nervioso cuando se le acerca alguien que no solo llega a comprarle, sino también a conocer más de su vida, más allá de aquellas arepas rellenas de queso, chorizo y jamón de dos mil pesos que transporta en el nombre de Dios.


Su cabello, de un mono Barbie tinturado, casi blanco, resalta con el color de su piel morena, un poco quemada por los fuertes rayos que le caen cada mañana que recorre desde el Estadio hasta San Antonio en su bicicleta, para ofrecer su producto y ganar alguna “lana”, como diría él, para poder montar un buen negocio y seguir viajando que es lo que le gusta.


“Hace que tres años que yo salí de mi casa y hace que tres años que yo agarré un vuelo para Buenos Aires, Argentina; estuve en Chile, Uruguay, Brasil, Bolivia, Perú, Ecuador, ahora es que estoy en Colombia. También conozco Guatemala, Costa Rica, República Dominicana, Honduras, hasta Panamá. Primero llegué allá y después de nuevo volví y agarré para Cuba, y así”.


Lleva a Guadalajara en su mochila de viaje, pero su acento no se asemeja al de aquel lugar donde se crió. Habla de una manera muy peculiar, parece no saber hacerlo muy bien. Sin embargo, su aspecto físico y su manera inquieta de actuar, un tanto insegura, temerosa o tal vez, incómoda, aparenta sacar a flote las sombras que Austin oculta.


El 42,6% de los ocupados en Medellín son informales según las últimas cifras dadas por el DANE. Hasta el momento no hay una cifra exacta que muestre la cantidad de personas que llegan a Medellín en busca de trabajos de este tipo, pero se asegura que una de las razones por las que los dígitos son tan grandes es porque Medellín es una de las ciudades más desarrolladas del país y la más innovadora para personas que van en busca de oportunidades y vienen de otros lugares en peores condiciones, pero sus capacidades se limitan a trabajar en la calle, por algunos motivos personales, ya sean educativos o económicos.


“Ahorita México es muy peligrosa entonces uno tiene que andar cuidándose en la calle, no puede andar la gente así tranquila – señala a su alrededor-  ¿sí me entiende?, porque uno tiene que cuidarse por un coche bomba, una balacera… siempre hay muertos, cinco muertos, diez muertos… siempre hay”, expresa Castillas Quiroz, con su mirada turbia e insegura. Allá vivía con toda su  familia, sus cuatro hermanas y tres hermanos, de los que se separó a los 16 años y con quienes no ha podido tener comunicación después del robo.


En su piel, algo ajada y cicatrizada, tal vez por las experiencias que le ha tocado vivir, resaltan en su cara dos lágrimas tatuadas bajo el rabillo de sus ojos. Este tatuaje casi siempre ha estado asociado al hecho de haber estado en una prisión o a la pertenencia a una banda delictiva organizada. Este personaje, sin embargo, no cuenta nunca a nadie qué significa para él: “Uno que va a pasando cosas en la vida”, asevera Austin, el hombre que asegura que le ha tocado no creer en la gente.


No obstante, alrededor de esos cientos de personajes que transitan este pasaje azotado por el bullicio y la actividad informal, rodeado de construcciones color gris nostálgico y árboles que complementan ese sentimiento, ha logrado hacer cientos de amigos que considera hermanos debido a su religiosidad intensificada.


Hoy en día 769.000 personas, aunque ocupadas, no gozan de los beneficios formales que deben tener todos los empleados en Medellín y el resto de Colombia, tales como aportes jubilatorios, seguros de salud en caso de accidente de trabajo, pensión etc. Algunos aseguran laborar de esta manera porque así lo desean, porque el factor de tener jefe los repudia. Aunque no se sabe qué tan cierto puede ser lo que afirman estos personajes, uno de ellos es Austin.


“Es que a mí no me gusta la gente que me enseña, que le diga a uno… ¿me entiendes? Uno tiene que investigar por el propio medio para saber cómo se siente, porque la gente a veces me decía ‘este país es así, es así’. A mí no me gusta creerle a la gente, a ver yo lo investigo y yo lo creo. Me gusta vivirlo”.


Esto le da pie para quejarse de que el trabajo informal sea visto como algo malo, “Para mí lo malo es robar, lo malo es matar, hacer algo ilegal, pero trabajar en la calle así no es malo”.


Este es el asador rodante de arepas que construyó sobre una bicicleta el joven mexicano de 19 años. Foto por: Alejandra Sánchez Gómez


La tormenta se avecinaba. Los 20 minutos que faltaban para las cuatro predecían la lluvia que todos esos últimos días había caído en ese preciso horario de una manera casual. Las nubes lo revelaban, no podían esconder lo que estaban por hacer; el tono grisáceo de algunos de esos esponjosos algodones del cielo lo decían a gritos, parecían intentar confesarlo. Y así sucede, a las cuatro de la tarde comienza la lluvia que detiene los pasos de los transeúntes y con ello, el negocio de algunos informales.

Según el programa Clima 247 del Gobierno de Medellín, en el pronóstico actual las probabilidades de que llueva por la mañana  y por la noche son menores del 30%, mientras que en la tarde el porcentaje probable es mayor a 70%.


El Poblado es la comuna 14 de las 16  de la ciudad de Medellín, capital del Departamento de Antioquia. A pesar de ser la más grande y habitada, en las tardes se refugian muchos de los informales que pierden probablemente una de las horas más transitadas y activas del día, debido a los cambios climáticos por los que la ciudad del Eterno Verano ya tambaleaba en esas tardes de marzo del 2016.


El camino continúa y los rezagos de una tarde mojada hacen rechinar las llantas de los carros, y a su paso, los pies de los caminantes parecen ser los del Pato Donald, dan una marcha inflada y goteante.

 

“Con mi mochila, mi ropa, mi carpa, mi guitarra y nada más”

 

Saúl Darío Arango Jaramillo, El Loco, jugando con una de sus mandalas a eso de las nueve de la noche en la Nueva Villa de Aburrá. Foto por: Alejandra Sánchez Gómez


La luz amarilla de los postes de la calle contrasta con el negro del suelo, produciendo sombras en los rostros de los venteros que van de aquí para allá a eso de las nueve de la noche en los confines de la Nueva Villa de Aburrá. Uno de ellos permanece quieto, sentado sobre los ladrillos de una esquina que da contra la acera que linda con el tráfico de esa vía a esas altas horas en la semana.


Las luces de los carros, rojas y amarillas, apuntan a su barba larga, de tonos añejos blancos y grisáceos, y se mezclan en una especie de carnaval lúgubre, mientras él, estático y encorvado, aparenta no tener nada que ofrecer, pero en realidad, espera que llegue su próxima presa para sorprenderla con sus juegos mágicos.


Saúl Darío Arango Jaramillo, a sus 57 años, es mejor conocido como El loco, al conocerlo este sobrenombre cobra sentido. Su mercancía hace juego con el accesorio peculiar que rodea su muñeca: un tenedor, “me lo regalaron en Japón para que nunca me falte la comida”.


Los juegos de lógica y física, rompecabezas y mandalas de alambre, desde los 1.500 pesos hasta los 20 mil, han construido la vida de este señor. “En todas partes me va bien con esto, viajo por este trabajo. Esto ejercita y agiliza la mente, desarrolla la creatividad”. Construye además su camino, pues ha logrado recorrer 34 países con un trabajo que aprendió en las calles de México y Holanda y lo quiere dejar en las de todo el mundo.


La pasión y dedicación por su labor contrasta con su expresión de Póker que mantiene siempre y que se refuerza cuando habla de la subvaloración de la artesanía en el comercio, sus ferias y empresas capitalistas son un repudio para él. “A mí me gusta es la libertad, prácticamente soy nómada… Nunca me gustó trabajar para nadie, me gusta vivir tranquilo”.


Todos los días al caer la noche, la lóbrega Villa de Aburrá sirve como actual estación de Saúl Arango desde hace tres años, después de parar en otros lugares como Ciudad del Río, El Parque Lleras y la Mota. El hombre de chaqueta de cuadros verdes y pantalón café, acompañados de unas gafas comunes que contrastan con su cabello crespo hasta los hombros y barba enmarañada y su extraña manilla de tenedor en el mismo brazo de su tatuaje de una hoja de árbol, estudió Comunicación Social y Periodismo en Bogotá y a sus 24 años, cuando finalizó sus estudios, prefirió dedicarse a un arte, como él lo llama.


“Nunca ejercí, conocí esto y con esto tengo libertad. Para viajar sin cinco centavos, solo aprenda un  arte, vea yo viajo y no tengo plata… Uno no conoce, gastando plata, uno no conoce. En cambio, aprendiendo un arte sí, porque ahí conoce a la gente, la cultura, hablas con ellos, va a rebuscarse la plata. Conoce más… rebuscándose la plata conoce más”, asegura insistente.


Este mochilero de pocas sonrisas ha recorrido toda América, a excepción de Alaska; siete países de Europa; y Japón, la India y el Tibet en Asia. Pero el país que más le gusta es Colombia, y después Brasil y Paraguay. “Paraguay me gusta porque es el país más corrupto del mundo, entonces se vive muy bueno, porque donde hay corrupción se vive mejor: nunca pagué hotel, nunca me faltó comida o plata en el bolsillo”.


Paraguay se encuentra en la posición 150 de 174, según el índice de Percepción de la Corrupción que publica la Organización para la Transparencia Internacional, siendo 174 la más alta en niveles de percepción de la misma. Éste índice clasifica a los países de 0 (percepción de altos niveles de corrupción) a 100 (percepción de muy bajos niveles de corrupción), en función de la percepción de corrupción del sector público que tienen sus habitantes. Con 24 puntos, en 2015, Paraguay se ubicó en el segundo lugar, detrás de Venezuela, en un grupo de 15 países de Latinoamérica.


El olor a aceite y carne frita ambienta las orillas de la entrada a este lugar  y abre el apetito para poner a retumbar los estómagos de los transeúntes y visitantes. Mientras tanto, El Loco habla del país de las garotas y la samba, y recuerda el año y medio que vivió allá gracias a juegos de lógica por 1.500 pesos y a su guitarra. “Aprendí a tocar guitarra a los 16 años, uno aprende en la vida muchas cosas. Y como les gustaba el flamenco en esa tierra, entonces yo tocaba y me pagaban”.


A los Rolling Stones y el Chamán les debe un eterno agradecimiento, pues le dieron un fructífero camino sin destino y con trabajo propio. En un concierto de la banda, un uruguayo le enseñó su primer juego de lógica en Copacabana, Brasil. En el Tibet, la tranquilidad le llegó por el sendero del Chamán. “Me gusta mucho la soledad, me gusta por ejemplo irme para el campo y sentarme allá. En el campo yo disfruto del Chamán. Leo la mano, la lengua, la oreja y el ojo… cuando tengo la energía yo lo hago y curo personas”, asegura firme y convencido de tener un don.


Tiene tres hijos: uno en Argentina, uno en Francia y otro en Cuba. “Yo soy muy responsable, a cada hijo le tengo su propia mamá”, bromea y por fin, levanta una leve sonrisa que achina sus ojos  y engorda sus mejillas. Dos son médicos, uno ginecólogo y otro cardiólogo, y la otra es periodista. Complacido cuenta que logró regalarles una casa y tres apartamentos para que estudien.


Se opaca el sitio a medida de que se apagan las luces que alumbran las callejas y se reflejan en los charcos de agua que quedan después de un atardecer lluvioso. Caminantes marchan en los alrededores del lugar, los que ya están situados en el mismo se paran y se alistan para irse a refugiar dentro de sus cuatro paredes. Mientras tanto, Saúl Darío Arango Jaramillo, El Loco de las magias en las calles se despide del sitio y como siempre va, con su mochila, su ropa, su carpa, su guitarra, “y nada más”.

 

Se acerca el final del día y los nómadas de la calle se asilan en lugares oscuros, donde nadie ve lo que hay detrás de cada uno de ellos, quienes bajo horas largas de sol o cobijados bajo el sereno de la luna, y sin tener el ‘regocijo’ de obtener al menos un salario mínimo, se preparan desde ese instante para recibir el día siguiente con todo lo que se venga, en una lucha por sus necesidades básicas.


Ya las luces brillantes desaparecen en la calle… minúsculas en el cielo brotan una a una para impedir que el negro agobie a la ciudad nocturna. Bajo ese techo de estrellas, Austin y Saúl, aunque viven una situación injusta, esperan ansiosos la mañana siguiente en busca de un nuevo camino a la intemperie y sin destino.

 
 
 

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