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La vida en la calle de noche: otro mundo bajo un techo de estrellas

  • Foto del escritor: Alejandra Sánchez
    Alejandra Sánchez
  • 7 jun 2024
  • 6 Min. de lectura

Foto: archivo- Aguapanelero de la noche. Esneyder, “El diablo”, vive las experiencias de la calle y se enfrenta a la situación con la Policía todas las noches.

 

Han pasado veintiún horas del día y todo se ve normal en la zona sur de la ciudad, parece ser que del otro lado, hay otro mundo. Nueve de la noche de un jueves común del mes de marzo del 2015. Al frente de la Basílica Metropolitana del centro de Medellín, se advierte a un grupo de jóvenes que, al hacer el recorrido porvenir, se enfrentarían a una realidad que les permitiría ponerse en los zapatos del otro.

“Es salir de esa burbuja en donde vivimos… Abrir los ojos para ponerle color a un espacio de nuestra ciudad que hemos olvidado”.

Oscar Valencia comienza con una frase que, de seguro, hace cuestionar a muchos. Maki Waylluna es una fundación que se realizó por jóvenes estudiantes de Medellín hace diez años. “Mano amiga”, en el lenguaje indígena quechua, reúne personas que desean recorrer los sectores aledaños del centro de la ciudad para convivir con habitantes de calle y sus historias, para mirar el mundo desde otra perspectiva.

Desde un desplazado hasta un abogado se encuentran bajo aquel techo negro, iluminado por estrellas, con el frío infernal de la noche y la carencia de cuatro paredes y una cobija. Animales de todo tipo y oscuridad habitan las calles fantasmas de la ciudad, y llevan el pecado desnudo y descubierto.

“Un, dos, tres: ¡Aguapanela con pan!”, este es el grito que inicia un largo recorrido, que comienza en la sede de la fundación ubicada a un costado de la Basílica Metropolitana con una oración para pedir por el objetivo de la noche. Son miles de personas que se unen en una sola voz para llamar la atención de los habitantes de calle, quienes llegan como hormigas, como un muerto que sale de su tumba ansioso de revivir. Toman su pan, su aguapanela y dejan una sonrisa con un “Dios le pague”, y otros que marcan la noche dicen: “Eres un ángel y Dios te trajo aquí para eso”. Mientras tanto, el trayecto con el rechinante carrito de mercado, lleno de bolsas negras con panes, ollas con aguapanela, vasos y un botiquín, continúa.

Oscar hace parte de esta tarea silenciosa en las noches de los jueves en el centro de Medellín, como uno de los líderes junto a Gina del Mar y Juan David Ceballos, el director y representante legal de la fundación.

Este hombre de 26 años, graduado de música en la universidad EAFIT y uno de los organizadores de TEDxMedellín, camina todos los jueves por la Medellín subterránea. Su viaje se da por la llamada “Calle del pecado”, cerca de la calle Barbacoas, rodeado de tabernas, discotecas y prostíbulos con hombres disfrazados de mujeres que se ensortijan el cabello con los dedos; y finaliza en la Minorista que, en las noches, se caracteriza por la basura y reciclaje que se encuentra en sus suelos, grafitis en sus paredes, y personas en la calle que aspiran pegante para calmar sus ansias y de paso, viajar a otro mundo. Aunque, a veces, este rumbo cambia debido a los desalojos.

“La pobreza, en mi opinión, es un estado mental, ya que las herramientas para tener un poder adquisitivo están dadas: el gobierno, la sociedad, los talentos, entre otras cosas. Solo existen personas que provienen de hogares disfuncionales y estas son las circunstancias detonantes que los llevan a las calles. Sin embargo, existen personas que salen adelante, porque reciben la mano amiga de personas con un alma inocente, alma que no se ha visto rodeada por las inclemencias del mundo, como dice Jean Jacques Rousseau: ‘El hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe’”, afirma uno de los líderes que ya ha construido cierta amistad con aquellos personajes de apariencia desaliñada.

A eso de las 12 a.m. La trayectoria está por finalizar, pero como es de esperarse para ellos, está a punto de llegar el principal obstáculo de la noche. En ese momento, la labor da un giro de 180 grados y lo que está por ocurrir, pone en alerta los sentidos de los integrantes.

“Están invadiendo el espacio público de forma irregular”, dice aquella voz de mando. Los policías llegan a esta hora para hacer un desplazamiento de todos los habitantes de calle y para decomisar todo lo que lleven los Aguapaneleros de la noche para estos personajes.

“Si ellos quieren ayudar, aquí hay unos programas debidamente estructurados que tiene la Alcaldía de Medellín. Yo no estoy diciendo que sean ilegales, es que este tipo de actividades lo que hacen es fomentar la criminalidad”, comenta el coronel de la Policía Federico Gutiérrez, un personaje que, junto a sus otros compañeros de trabajo han participado en varias noches de esta situación.

Llegan en camiones grandes con mangueras, lanzando agua y gases lacrimógenos. Otros, en motos, poseen bolillos y algunos, armas de fuego. Los furgones para el traslado a Centro Día o Inclusión social, un espacio concebido para ofrecer bienestar a personas en condición de pobreza extrema y abandono en el municipio, esperan a los habitantes de calle con las puertas abiertas.

Oscar, con gestos de impresión, comienza a llenar sus ojos de lágrimas, como cuando se sirve agua en un vaso. “Podemos vivir cómo les dan patadas y los arrastran por la calle. Así sean las personas más despreciables para ellos, no tienen por qué tratarlos así, es que son iguales: policías, habitantes de calle… Todo se resume en que somos humanos. Es increíble ver cómo el poder sube a una persona”.

Estos personajes con sonrisas de un solo diente, con estómagos vacíos, olor a pega y un golpe en la rodilla que se cura con el frío, comienzan a correr por las calles, a esconderse, a volver a sus tumbas, después de haber vuelto por una aguapanela, un pan y una noche agradable con gente del otro mundo. Pero todo se complica: no fue tan difícil para la Policía alcanzarlos y acorralarlos.

“Hay algo que se llama persuasión. Si fueran inteligentes sabrían cómo convencer a esas personas, pero no parece que lo son, ya que solo utilizan la fuerza, y eso no funciona, porque los habitantes de calle son personas retraídas, ellos deben preguntarse cómo llegarles, yo sí creo que quieran ayudarlos, pero no es la manera. Pasa exactamente lo mismo con un niño, si lo tratas por la fuerza no va a aprender nunca, por la fuerza nadie aprende”.

Parece ser que el pensamiento que Oscar expresa fuera de la acción, sentado en una silla de una sala, concuerda con aquel comentario de Esneyder, apodado “El diablo” en las calles, que hace dirigido a quienes lo recluyen en la escena de la disputa: “Nosotros somos calle, esta es nuestra casita. A nosotros no nos sirve Centro Día, porque somos drogadictos y allá no nos dejan fumar, no nos dan bazuco. Esa es la situación para nosotros los drogadictos”. Respira un momento y Juan David, el director, se acerca a su cabello hirsuto y le estampa un beso. “No sé qué hemos hecho nosotros para vivir este martirio- continúa- Sinceramente en vez de ayudarnos nos están hundiendo, porque a la fuerza nadie puede, y eso es lo que quiere el Gobierno, hacer que en vez de pensar en salir adelante, más nos hundamos”. Finaliza con un pan dentro de su boca, una sonrisa que no falta, y con su voz un poco enredada, quizá por las drogas.

“Cuando ellos van allá a hacer eso, salen y se van. Ellos no han tenido que recoger a los muertos cuando se han agarrado a cuchillos, somos nosotros.  Ellos no son los que tienen que lidiar con los atracos y el consumo de alucinógenos. Entonces, si hay tanto amor, ¿Por qué no les pagan un psicólogo? El tema religioso no importa aquí”, el coronel alterado, aumenta su tono de voz y agita sus manos de arriba abajo.

Termina, entonces, una noche más de la fundación Maki Waylluna. Sus viviendas de bolsas de basura, costales, palos y objetos reciclables, han sido destruidas, tendrán que trasladarse de nuevo. Algunos salen mojados con unas cuantas monedas en mano, otros lanzan piedras desde los edificios que se consideran “ollas de vicio”, un mundo alejado de la realidad, y el resto va en camiones directo a Centro Día.

El grupo de Aguapaneleros de la noche, sube la extensa loma que pareciera ser eterna. El momento se siente como si hubieran estado en una montaña rusa: se encontraban en el tope, y en cuestión de segundos, volvieron a bajar.

“Después de tres meses que tienen a estas personas en desalojos y ataques, como si no fueran personas, venimos a compartirles una comida y no somos capaces de convivir bien con eso, porque tenemos una política de restricción policial. El 90% de las personas de calle quieren vivir en la calle, el problema que se trata aquí es de fondo, no es un problema de simple desplazamiento. Hagamos las cosas como lo dictan las normas, está bien. Pero no nos violenten porque los ciudadanos tenemos derecho a hacer cosas de bien y eso es lo que estamos haciendo”, finaliza Oscar con estos argumentos.

A la una de la mañana, cada integrante se despide, coge su rumbo a la vida en el otro mundo y vuelve a su casa, una familia y una cama lo esperan. Los Policías permanecen en su vigilancia, y otros regresan a sus hogares también.

Mientras tanto, bajo el techo de estrellas continúan los callejeros. Más tarde van a su cama, es dura y rocosa, cogen su cobija, raída y delgada. Y a la siguiente mañana, les espera un buen viaje, canjeando sonrisas por monedas y repartiendo un amor descalzo.

·       El nombre del coronel de Policía se cambió por petición del mismo.

 

 
 
 

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