Al son del semáforo: de estudiantes a venteras
- Alejandra Sánchez
- 5 jun 2024
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La velocidad aminora cuando los pequeños destellos amarillos ponen la ciudad un poco pálida. Son 30 segundos aproximados para que el tono que choca contra las paredes, los caminantes y el asfalto se difumine a un rojizo dramático, pero para ellas ese tiempo se hace eterno. Son las 8:00 p.m. y el viento opaco y helado choca contra sus cuerpos, su piel descubierta recibe la oscuridad de la noche mientras que en un lapsus aún más pequeño de tiempo, sus vellos se paran como soldados que reciben orden militar.
Bajo su franela blanca, que ya raída y desgastada por los años de uso pasa a ser amarillo pálido, posee una riñonera negra al igual que su amiga. Cada una tiene una bolsa de plástico, la de su compañera es roja, y la de ella es mora. Varios minutos antes había pasado por el supermercado y entre tantas golosinas y confitería resaltaron esos dos colores. Llenos de palillos blancos que sostienen bolas pequeñas de los mismos colores de los paquetes que las contienen.
Así que se ubicaron frente al poste negro de los tres colores que dan orden a los automóviles para movilizarse por la ciudad de la Eterna Primavera. Y los segundos se hicieron horas. La timidez, los nervios y el temor gobernaron sus emociones. Era su primera vez.
Se detienen los carros a la orden del círculo titilante, no tantos como se esperaría, y ellas congeladas conexas al poste, sueltan una que otra carajada nerviosa, sin saber cómo actuar, cómo romper el hielo de esta noche fría y tener la osadía de asomarse a la ventana de un automóvil a la espera de unas cuantas monedas a cambio de un bombón con una sonrisa coqueta, para dejarla en su memoria mientras ellos continúan su camino para llegar a cobijarse bajo su techo, mientras ellas permanecen bajo un techo lleno de estrellas luminosas que las cobijarán por el resto de la noche.
En una milésima de tiempo, Alejandra dejó de pensar lo que pensarían las personas, y se lanzó al primer taxi que se detuvo frente al destello rojo. “¡Hola! ¿Quiere un bombón?”, ofrece amable pero temerosa, y ante el rechazo de aquella ventana que permaneció cerrada decidieron dar vueltas y vueltas alrededor del Parque del Poblado para venderle a esos universitarios alternativos que se sientan a tomarse un trago frío, tal vez de cerveza, quizá un Ginebra, y charlarse unos cuantos cigarros. Ese es el martes de la vida nocturna en este redondel lúgubre y sombrío que se agobia de estudiantes liberales, algunos jóvenes, otros no tanto, que se sientan a pecar frente a la Iglesia y la estación de Policía en el Poblado, de lunes a domingo.
Sin embargo, no lo lograron. Les faltaba valentía, así que en el semáforo que da en dirección al Sur su amiga la jala bruscamente del brazo y comienzan la actividad. El hielo de aquella noche serena y helada se rompe en ese momento, y ya la piel empieza a acalorarse, los vellos caen y deslizan otra vez en su piel organizándose para poner en marcha a trabajar los brazos, y los latidos comienzan a acelerar.
Para el 2008, la división de espacio público en Medellín consideraba que en las calles de esa ciudad trabajaban casi nueve mil personas, y de mil a mil 200 lo hacían en los cruces de semáforos. Para entonces se implementó una ley que prohibía el comercio en los cruces de semáforos, el gobierno de Medellín aseguraba que sus secretarías de Bienestar Social y de Desarrollo Social mantenían permanente trabajo para el censo e identificación, como también programas para mejorar sus condiciones de vida. Admitían además, que en otros casos era complejo el control del espacio público, especialmente en calles y semáforos, debido al desplazamiento o al desempleo. Esta problemática aún no ha parado.
Su venta no ha sido muy buena hasta el momento en que se estacionan apegadas al poste y se escuchan unos pasos acercarse fuertemente. Voltean y de inmediato ven un hombre de raza negra que gruñe con cara de enfado: “¿Ustedes qué hacen en mi semáforo?”. Los ojos de Alejandra y los de su amiga se abren como si lo hubieran coordinado. Sus rostros se tornan pálidos y las dos hacen ademán de hablar, pero ninguna alcanza a completar sus argumentos y excusas. Están a punto de salir corriendo pero sus nervios solo les permiten vacilar.
Entonces el personaje cambia su expresión facial repentinamente y se apresura, antes de que el miedo las gobierne, a aclarar: “Meeeentiiiiras- alarga la palabra para asegurarse de pasar a ser confiable- …La verdad yo les quería preguntar, ¿ustedes qué hacen acá? Yo las vi vendiendo y necesitaba decirles que ustedes tienen un carácter muy fuerte, único, muy valientes porque esto no lo hace cualquiera y con esto uno se demuestra que es capaz de muchas cosas”.
Vladimir es un hombre caleño de raza negra, de unos 40 años bien cuidados y mal contados, porta una camisa gris de los Beatles y una gorra blanca que resalta con el color de su piel morena y regia. Sus dientes relucientes y pequeños no paran de asomarse tras esa sonrisa que sale en cada carcajada que suelta este hombre amigable frente a dos personajes que parecen ser un fenómeno para él, pues “si uno las ve, diría que son unas ricachonas y no deberían estar haciendo eso”, afirma mientras muestra sus molares con unas cuantas muecas.
“La educación no tiene precio”, asevera cuando habla de las diferentes actitudes que tienen las personas al volante cuando se les ofrece algo desde afuera. El caleño radicado en Itagüí no ve el trabajo informal como algo malo, “malo sería pedir limosna sin hacer algún esfuerzo”. Hace 12 años que estaba en la esquina de su casa en Cali cuando decidió migrar hacia Medellín en busca de trabajo y una nueva vida. La gente no creyó en él, pero hasta ahora, todo ha salido como quiere y se lo agradece a Dios. Trabajó para una revista de accesorios varios, pero le pagaban el mínimo a diferencia de otros empleados, así que decidió marcharse y vender en la calle, le ha ido tan bien que hasta logró comprarse su moto y ayudarle a su hija, una negra de unos 9 años, idéntica a él, y a la madre del niño, la mona zarca de la familia.
Así entonces, permanece con ellas toda la noche esperando el bus de Mayorca que lo lleve hacia su hogar. Les da instrucciones para mejorar sus ventas y efectivamente el flujo de monedas empieza a brotar.
Desde jóvenes en camionetas mucho más altas que ellas, con su música a todo pulmón, hasta ancianos con sus esposas, ofrecen dar dinero sin esperar nada a cambio. Muchos preguntan qué hacen unas jóvenes vendiendo en la calle a aquellas horas. Otros acercan sus rostros para mirarlas a sus ojos determinados y brindarles más halagos y felicitaciones. Y entretanto, un taxista que no quería al bombón, sino a quien lo vendía.
Se mueven por las calles, a altas velocidades sin respetar el máximo permitido, como si tuvieran una urgencia. De un color café repugnante mezclado con tonos del color de la noche. Pero estos andan en seis…. Seis patas que se mueven rápidamente por los confines de las aceras de la calle contigua al Parque del Poblado. Rodean a las venteras que ya se unen al ejército de miles de trabajadores callejeros e informales.
Ya la luz chispea del color de las hojas. El verde le da un respiro a las calles y a las bolsas que ya estaban vacías. Y ellas, abandonan el techo de estrellas y se marchan para continuar su camino al son del semáforo.
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